viernes, 21 de febrero de 2014

Un niño grande

Era un niño grande lleno de deseos. A Roberto no le gustaba su nombre. De hecho, lo detestaba con todas sus fuerzas. No le gustaban sus amigos, no le gustaba su trabajo, no le gustaba su vida, no le gustaba nada… excepto sus deseos. A ellos se aferraba como un moribundo a la vida. Era lo único valioso que tenía. El problema es que los deseos, por definición, son todo aquello que nos gustaría tener  pero no tenemos. Al menos no en el presente. Y en el futuro Dios dirá. Dios, o quien lo tenga que decir, si es que es alguien quien lo tiene que decir.

Roberto vivía pues, lo que podríamos llamar un presente de mierda, envuelto por un pasado de mierda y por un futuro que siempre se esperaba mejor. Ahí estaba la clave, en el futuro. En el futuro todo iría mejor. Pero, ¿cuánto tiempo había pasado ya desde que Roberto pensaba de esta manera? El niño grande contaba ahora mismo con 49 años, al borde del medio siglo, y llevaba unos cuantos albergando esas mismas esperanzas acerca del futuro. Cuando el niño grande no era tan grande, y apenas contaba con una decena de primaveras, ya se metían con él en el colegio a más no poder. “Los niños son crueles” se diría Roberto a sí mismo años después a forma de consuelo. Pero él también era un niño y no era nada cruel. Algo en su teoría estaba erróneo. Por aquel entonces empezaron ya los anhelos de un futuro mejor. ¿Se refería exactamente a un futuro en el que contara con la mitad de un siglo a sus espaldas? No exactamente. La trampa de sus anhelos radicaba precisamente en que no tenían una fecha de caducidad, un tope en el que decir “¡Ya está bien!”. No, sus anhelos eran siempre indefinidos. Podían atravesar épocas de mayor o menor fuerza, de más o menos convencimiento, pero al final era lo único que le quedaba, y debía darle crédito. Roberto no se planteó nunca un limpio rasuramiento de venas, ni una bonita sobredosis de cualquier pastillero que pudiera encontrar por ahí. No le hacía falta, aún conservaba sus esperanzas, si no intactas, sí más o menos enteras, y con eso bastaba. El niño fue creciendo, se fue metiendo en más problemas, su nombre no mejoraba, el infierno escolar dio paso al anodino mundo universitario, y éste al tedioso trabajo al que dedicaba de 8 a 9 horas al día, 5 días a la semana, cuando no tenía que quedarse porque en su empresa tenían picos de trabajo.

¿Amigos? Roberto bien podría haberse reído con fuerza al escuchar semejante palabra a sus casi 10 lustros de vida. En realidad, desde aquellos años especialmente cruentos que pasó en su primer colegio, desde los 12 hasta los 14 años aproximadamente, su territorio social no volvió a levantar cabeza. Desde luego, aquello había sido para vivirlo. Desde luego que sí. Roberto obviamente conoció más gente en su segundo colegio, y mucha más en la universidad, pero ya nada era limpio. Siempre hubo un fondo cenagoso sobre el que cualquier relación amistosa que Roberto quisiera establecer se asentaba. Más bien era un fondo lleno de mierda humana y excrementos de paloma, mezclado y reconcentrado al sol. Al poco, aquello olía peor que cualquier estercolero de pueblo, y Roberto terminaba siempre apartándose, huyendo y refugiándose en sí mismo. No se encontraba así especialmente feliz, pero en fin, algún día esa felicidad llegaría, ¿no es cierto? Pero de aquellos años universitarios habían pasado casi 30 y no se tenía noticia alguna sobre esa felicidad. Los pocos conocidos que dejó la universidad no hicieron sino diluirse en los años posteriores, hasta perder por completo contacto alguno.

Si mencionamos la palabra “amor” o “pareja”, es muy posible que Roberto dé un respingo y una expresión sombría llene su rostro, al menos por unos instantes - los anhelos de futuro son muy fuertes y enseguida vendrán al rescate para suavizar la grave mirada -. Roberto siempre había mirado con envidia a sus compañeros con pareja, con rollitos de fin de semana, o simplemente que trataban de ligar como pudieran allá donde iban. Él, cómo no, se veía incapaz de llegar a más con una chica, pero – no preocuparse, ¡esperanzas al rescate! – siempre se decía que ya llegaría el momento para eso. Las consignas que le daban sus amigos, incluso sus padres, sobre que el amor no se buscaba, que cuando menos lo pensara lo encontraría, que todo a su tiempo, que no tuviera prisa por crecer y hacerse mayor, que luego de todo se cansa uno, no ayudaban especialmente. Lo que no podían prever – o quizá sí y les importaba un pimiento – es que Roberto tendría tan poca prisa por crecer que llegaría al medio siglo de vida como un niño grande. Los años se sucedían, y el niño adolescente que a los 20 no había perdido la virginidad, siguió sin perderla a los 30, y a los 40 le acompañaba su amiga fiel Virginidad. Nunca se deshizo de la muy perra. Pero bueno, aún quedaban años, ¿no? Quizá con mujeres de sus edad, quizá no pudieran ya concebir, quizá el arroz se estaba pasando ya en la nevera, pero quizá aún pudiera tener algo, pudiera conocer el sexo (que no era un cura, coño), o quizá pudiera enamorarse y ser correspondido. Porque podría decirse que enamorado ya había estado, y hasta en 3 ocasiones, pero ciertamente se forzó a olvidar a las susodichas (¿afortunadas?) y se esforzó aún más por no volver a fijarse en nadie si antes no tenía pruebas fehacientes de que los sentimientos iban a ser mutuos. Como si los sentimientos pudieran controlarse de esa manera. Claro que, lo que Roberto no sabía, es que todo ese aparente “autocontrol” tenía un precio, un alto precio. Ese precio era el total descontrol que en el fondo tenía sobre su vida. Porque había convertido su vida en una hipotética proyección de futuro que no llegaba jamás. Cáscara vacía, que ya empezaba a romperse.

No era raro encontrar a Roberto haciendo cábalas sobre los años que aún le podían quedar vivito y coleando. No llevaba mala vida, se cuidaba, hacía ejercicio, comía bien. Nunca había tenido graves enfermedades… teniendo en cuenta que la esperanza de vida para los varones rondaba los 80 años, fácilmente podría superar esa cifra. Tampoco quería pasarse de optimista, pero leche, ya que la mayoría de las cosas le habían ido tan mal (¿le había ido algo bien, en realidad?), ¿no sería posible ser algo longevo, al menos? Al menos había tenido tiempo de cuidarse y de llevar una buena vida en lo que a salud se refiere. 85 no parecía mala cifra. Y al menos hasta los 80 en plenas facultades. Sí, hasta de despedir de una vez por todas a su eterna amiga Virginidad. Eso le daba 3 décadas. Tanto como había pasado desde que comenzara sus andanzas universitarias. Y eso era mucho tiempo. Bueno, en realidad no tanto, su vida desde que estuviera en la universidad se había pasado ante un suspiro ante su mirada, y él había sido un mero espectador. La peli había sido larga sí, pero como toda peli se había terminado ya. Y él no había intervenido en ella. Ni papel protagonista, ni siquiera un secundario o un triste cameo. Nada. Pero ahora empezaba otra peli nueva, igual de larga que la anterior. Un buena sesión de tarde, que habría de durar hasta la noche. Era difícil pensar ya en el final en esos momentos, cuando las 3 décadas apenas daban comienzo (de hecho, aún faltaban 5 meses para su quincuagésimo cumpleaños). Tendría tiempo de hacer tantas cosas, de recuperar tanto tiempo perdido…

Roberto siempre se decía que nunca era tarde si la dicha era buena. Y la dicha era muy buena. Era enmendar todo lo que había hecho mal, el mal rumbo que había seguido en su vida, en lo social, en lo profesional, en lo familiar, en lo más íntimo y personal… Proyectos inacabados, la mayoría siquiera empezados o esbozados en nubes de ensueño… Ahora todo podría por fin ser plasmado en un papel. Por fin podría coger papel y lápiz y ponerse a escribir, hacer algo productivo, ser alguien… Ya desde que era un renacuajo le había gustado mucho realizar las redacciones que le mandaban en clase. Plantearse ser escritor, o siquiera escribir algo de vez en cuando, era algo que, como a estas alturas ya se dará por sentado, a Roberto se le escapaba completamente de la cabeza… “Si acaso dentro de un tiempo, cuando termine el colegio, y esté en la universidad y tenga más tiempo”, “cuando termine la universidad y ya tenga un trabajo en el que solo tenga que asistir 8 horas al día, y no haya estudio, ni deberes, ni más responsabilidad…”, “me lo propondré como propósito de año nuevo” – se planteaba unas navidades cualquiera. Pero la hoja siguió en blanco eternamente y Roberto nunca llegó a escribir ni una sola línea. Ahora le quedaban unos 15 años para jubilarse y tener todo el tiempo del mundo. Cuando se jubilara, podría hacer todo lo que no había hecho durante los primeros 65 años de su vida. Sin embargo, en los 15 años que le quedaban para también podría acometer muchos de esos proyectos, no hacía falta esperar tanto. Nunca era tarde si la dicha era buena, ¿no?

Pero los años pasaron y Roberto no cambió. Los años pesan mucho, y no solo en la piel o en la degeneración de los órganos. Las neuronas se enquistan y uno empieza a repetir el mismo patrón de comportamiento un día, y otro, y otro… y la jubilación llegó, y con ella el tiempo libre… y el hastío de vivir. Su cabeza era incapaz de adaptarse a estas alturas a la nueva inyección diaria de tiempo libre. Sobredosis. Eso le dejaba KO una semana sí y otra también. Aturdido, sin saber qué hacer, con el norte perdido. Decía Morgan Freeman enCadena Perpetua que en Shawshank te institucionalizas de tal manera que tras 30 años en prisión, el mundo libre de ahí fuera te parece hostil, frío y ajeno. Rezas por morir entre rejas. Algo parecido le ocurría a Roberto. Había vivido en una jaula los años de colegio, de universidad y su larga y anodina trayectoria laboral, y ahora no sabía – o no podía – vivir fuera de ella. O quizá simplemente su propia existencia era una jaula de principio a fin, cuya llave tiraron al mar el día de su nacimiento.

Jubilación que pasa ante sus ojos. Hasta el día de su muerte. ¡Esperad! Aún faltan un día o dos para su muerte. Roberto, narrador en tercera persona de su propia historia, aún vive. Yace eso sí, en su lecho de muerte. Ya no le queda más tiempo. Vida desperdiciada, tirada al retrete. Pero al fin la jaula se abrió. El médico fue a visitarlo a casa, él no podía moverse. Y la sentencia de jaque mate fue el mayor de los alivios, la mejor experiencia de toda su vida. Por fin el futuro había dejado de tener sentido. Habían cortado la cabeza del estafador de un solo tajo. Una semana de vida, 2 o 3 días más como mucho. No podía llamársele a eso realmente futuro. No al menos un futuro de las dimensiones que Roberto estaba acostumbrado a contemplar. Finalmente, moriría con el horrible nombre con el que nació: R-o-b-e-r-t-o, con todas sus letras. Su amarga compañera Virginidad lo acompañaría en su lecho de muerte en el viaje al más allá. Su vida habría sido un auténtico desperdicio, tal y como un perspicaz lector podría prever. Sin embargo, no todo había sido en vano. El fantasma de los deseos perdidos, del “Ya me pondré mañana”, de los anhelos de futuro, había sido eliminado de su vida. Precisamente ahora, que ya no le quedaba vida. Precisamente por eso.

No todo estaba perdido. Aquí y ahora, en este lecho de muerte que le huele a dulce enfermedad (donde va a parar con aquel putrefacto olor cada vez que se acercaba a alguien), Roberto escribe en unos pocos folios la crónica de su vida. No es ambicioso: el tiempo es oro y se le termina. No intenta dar más detalles de los necesarios. El lector podrá hacerse somera idea de la situación. De lo que ha sido su corta y amarga vida. Con seguridad será lo último que haga en vida, pero con seguridad no se quedará inacabado. Esta vez lo ha empezado, y esta vez lo va a terminar. Si fuera posible hacérselo llegar a su yo del pasado, si existiera un máquina del tiempo con la que mandárselo de alguna manera… Sin embargo, eso no es posible. Roberto lo sabe y no le queda más tiempo. Para él ha sido demasiado tarde. Es causa perdida. ¿O quizá no del todo? Quizá sus líneas no puedan llegarle al Roberto, niño pequeño. Quizá tampoco al Roberto niño grande, más cercano en el tiempo, pero aún así infranqueable para el dios de las agujas. Pero quizá sus líneas puedan llegarles a muchos otros niños pequeños y niños grandes que, como Roberto, han empezado o llevan ya más de media vida arrojando su tiempo al retrete del olvido y de la mierda. Quizá muchas otras vidas aún no estén perdidas. Quizá mi anodina vida finalmente sí haya servido para algo de provecho. Irónicamente, cuando se me escapaba de las manos en los segundos finales.



A todos los niños pequeños y grandes que se sienten espectadores de su propia existencia. Que mis líneas os alumbren y os ayuden a tomar las riendas del papel principal.



Roberto, 22 de enero de 2097

Las máquinas pensantes

Ellos dos no habían sido siempre enemigos. Incluso hubo una época en que se quisieron. Sin embargo, de eso hacía ya como cosa de año y pico, y es que en esto del amor un solo año puede significarlo todo. El caso es que el sentimiento amoroso primero se apagó, para después tornarse en un auténtico infierno: ahora jugaban a hacerse la vida imposible. Se dice que del amor al odio hay un paso, pero es mentira: en realidad, hay un conjunto de pasos, específicos y determinados, tras los cuales la totalidad del cariño que sentías por la otra persona se ha transformado en rabia y desprecio.
Si le preguntáramos a Jorge, o si hiciéramos lo propio con Clara, ninguno de ellos sabría explicarnos el por qué. Y es que en el interior de esas máquinas pensantes que llamamos cerebros no quedaba un rastro de buenos sentimientos hacia el otro. Y claro, cuando el cerebro no siente algo, tampoco puede explicar racionalmente nada sobre ese algo.
Así  que tenemos a Clara y a Jorge, que tantas proclamas hicieran sobre su felicidad en compañía y sobre lo afortunados que eran por tenerse el uno al otro, maquinando todo tipo de argucias para joderse lo más posible. Y no se andan con chiquitas. En ocasiones, involucran a terceras personas en el “juego”. Es curioso como normalmente con dos se bastan y se sobran a la hora de darse arrumacos, pero suelen precisar de terceras y cuartas cabezas cuando de lanzarse al degüello se trata. Y no estamos hablando de un amor de verano - ni de primavera, ni de invierno -. Resulta que Clara y Jorge llevaban saliendo 5 años antes de “dejarlo” definitivamente. Claro que el último fue de aúpa. Podría decirse que ahí comenzó esa transición, esa serie de pasos – ineludibles una vez que se comienzan – que terminaba inevitablemente en el odio, la repulsión y el desprecio activo que busca siempre la manera de hacer alguna putada a la otra persona. Y como podemos imaginar, con toda la información acumulada sobre alguien a lo largo de 5 años de noviazgo se puede llegar a hacer mucho daño. Vídeos innombrables que vieron la luz, lote de destrozos varios en cierto vehículo, desvalijamiento completo de la propiedad intelectual sobre ciertos escritos, utilización de amigos que, sin saberlo, colaboraban en las oscuras intenciones de los implicados… Por poner algunos ejemplos. Una espiral que se retroalimenta y que en un solo año ha fomentado un odio que sus “enamorados” cerebros de hace dos podían siquiera concebir. Y todo esto sin que sus causantes puedan dar una sola causa convincente.
¡Será cabrón! Estoy de este tío hasta las pelotas… Primero me deja, luego se enrolla con la primera que le dice que sí a las dos noches. Y para colmo le ha entrado manía persecutoria conmigo. Te juro que como lo agarre… Pero no, ya no puedo ir de frente. Tendré que jugar sucio como está jugando él. No se va a salir con la suya tan fácilmente. No sabe con quién se ha topado…
O algo del estilo:
No sé cómo pude aguantar 5 años a una puta semejante. Desde luego, a veces me maravillo de mí mismo. Deberían darme un premio o algo así. No se va a cansar de joderme hasta el puñetero fin de sus días. Primero me fríe durante 5 años hasta que se me cae la piel a tiras y no me queda ni un trozo en todo el cuerpo, y ahora que logro apartarla de mi vida, me sigue jodiendo desde la distancia. Es increíble que exista gente así por el mundo…
En resumidas cuentas, lo más cercano a una razón del origen de todo esto que Clara podría darnos es el sempiterno mundo del “Me ha abandonado como a un trasto viejo” o su primo vecino “Siempre estaba con que le agobiaba y quería tiempo para él y sus amiguitos”. En cuanto a Jorge, lo único que podría alegar en estos momentos sería un “Era una tía muy dependiente. Siempre estaba encima de mí y no me dejaba tiempo ni para respirar” o como mucho “Yo la quería, pero es que me dio a elegir entre ella, ella o ella. Era ella o un mundo lleno de vida y posibilidades.”
Si queréis oír mi opinión: pamplinas. Sus máquinas pensantes, también llamadas cerebros, piensan, sienten, recuerdan, anhelan e imaginan, todo a la vez. Y en estos tiempos que corren, casi dos años después de la ruptura y con más de 12 meses buscando la manera de hacer un poquito más de daño al otro, esas máquinas pensantes o cerebros que están en lo alto de sus cabezas son incapaces por completo de reproducir en tiempo real todos aquellos sentimientos de amor que se profesaban al principio, aquellos momentos de tedio que fueron viniendo después, o aquellos arrebatos de odio que supusieron el colofón final a los 5 años de relación. Una canción que sonaba en un disco de vinilo ahora estropeado, y que nuestro mp3 nuevo es incapaz de reproducir. No está grabada en ningún sitio, y el mp3 necesita esos bits de información por algún lado. Mala suerte. Ni Clara ni Jorge tienen ya rastro alguno de esos bits. Y desgraciadamente - ¿desgraciadamente? – no hay nadie más, ningún observador externo – ninguna grabadora que grabara la canción desde la antigua gramola – que pueda reproducir esos antiguos sentimientos, a la par que los actuales, y establecer un análisis completo del cómo se ha podido llegar a esto.
Bueno sí, quizá sí exista ese alguien. Yo, el narrador, el que escribe esta historia con un poder absoluto sobre sus protagonistas. Yo conozco todos los motivos internos que llevaron a Clara y a Jorge a mutar todas y cada una de sus opiniones sobre el otro, desde aquel bonito día de la primavera de 1999 hasta hoy, frío 23 de enero de 2006.  Sin embargo, es posible que yo tampoco lo sepa, y me asusta mucho esa idea. Porque aceptando el hecho de que Clara y Jorge son solo un producto de mi mente – de nuevo, una máquina pensante trabajando sin tregua -, quedaría por resolver cuáles son las razones que le pueden llevar a un chico como yo, en este 7 de septiembre de 2013, a escribir algo así. Y de nuevo, la máquina pensante que descansa sobre mis hombros se queda sin respuesta, quizá arguyendo torpes motivos como un “Estoy muy decepcionado con el amor. Fui muy feliz durante 4 años con una pareja, pero por circunstancias de la vida todo se terminó y no levanto cabeza”, o incluso un “Intento verme reflejado de alguna manera en algún escrito, haciendo del acto de escribir una forma de desahogarme y plasmar en el papel que la situación que me gustaría vivir con esa persona ya no es posible”. Pero no tratemos de engañarnos. Una vez más debo calificarlo de pamplinas. Soy el único espectador completo de mi vida, pero soy un espectador defectuoso. Como Clara y Jorge, soy incapaz de simultanear mi yo de hace 4 años con mi yo de ahora. Estamos simplemente desconectados. Un autor al que si le preguntas por qué escribe cosas que le parecen tan crudas y absurdas no te podrá dar una razón de verdad. Porque no puede ser realmente consciente del cambio al que su cerebro ha ido jugando. Es una pena, porque, aunque exista por ahí algún otro narrador omnisciente de mi vida, que lo sepa todo de mí, y además lo contemple en perspectiva, jamás podrá ponerse en contacto conmigo, al igual que yo no puedo comunicarme con Clara ni con Jorge.
Y es que estas máquinas pensantes nuestras parecen verdaderas máquinas de matar. Letales como nadie: te van induciendo a actuar de determinada manera, dirigiendo tu vida por un camino que se van marcando, para después dejarte sin explicación las muy pérfidas. Y encima, para colmo del retorcimiento, se inventan historias en las que ellas mismas son protagonistas, en las que se hacen una autocrítica voraz – inclusive se tachan hasta de máquinas de matar -, en las que parecen hacer alarde de ser conscientes de todas estas situaciones vitales tan absurdas y que ellas mismas ocasionan, historias que después son leídas por otras máquinas pensantes que recogen el mensaje aceptando la autocrítica para que después, por su propia naturaleza, lo terminen olvidando por profundos surcos del cerebro – discos de vinilo que se rompen -  y, lo más alucinante de todo: historias que terminan con un final en el que las máquinas pensantes se desenmascaran por completo ante ellas mismas, pero ninguna puede hacer nada por cambiar la situación, ni la que escribe ni la que lee. Porque algo se les escapa. Algo se nos escapa. Algo se me escapa.
Al fin y al cabo, ¿por qué coño estoy escribiendo yo algo así?